Este es un artículo extraído de la revista "criterio" Nº 2285 » AGOSTO 2003, tal cual como aparece impresa.
es un documento exelente y que permite continuar con el eterno debate sobre la existencia del diablo; finalmente la última palabra la tiene usted.
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El diablo ¿una metáfora?
por Léon-Dufour, Xavier
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La imaginación popular le ha conferido al diablo forma corporal, aterradora o grotesca. Siempre constantes en la iconografía, estas ingenuas representaciones –cuyo fin es inspirar miedo o provocar odio o risa– hoy apenas se toman en serio. En cambio, los libros, revistas, películas y programas de televisión contribuyen, periódicamente y con mayor o menor acierto, a sostener la antigua y tradicional creencia en el diablo. Aprovechan así, la atracción que nuestra sociedad siente por lo irracional.
Ciertas sectas se adjudican una inspiración satánica; a algunas obras musicales se las acusa por tenerla. Además, comprobamos que los pedidos de exorcismo han aumentado notablemente en Francia desde hace algunas décadas. Basta con recorrer las cuatrocientas páginas de la Histoire du Diable [Historia del Diablo] publicada por la Editorial Seuil 1. Sin embargo, la mayoría de los autores que escriben sobre Satanás o lo hacen entrar en escena, esbozan una sonrisa: “¿Quiere que le confiese algo? ¡Yo no creo en el Diablo!”, reconoce, por ejemplo, Bernard Tesseydre en Le Nouvel Observateur. Al hacerle un guiño a la credulidad, salen airosos. Y con razón: si, por una parte, el diablo es taquillero, lo que prevalece en el espíritu hoy en día es la negación a creer en el diablo, considerado producto del oscurantismo. “No podemos usar la luz eléctrica y la radio, apelar, en caso de enfermedad, a las clínicas y a los recursos médicos modernos, y, al mismo tiempo, creer en el mundo de los espíritus y de los milagros del Nuevo Testamento” 2. Son muchos los que se quedan perplejos respecto de lo que se puede decir sobre el diablo; además, la desmitificación deseada cobra aliento en el deseo de no eludir la propia responsabilidad frente al mal.
La Iglesia, por su parte, siempre sostuvo la existencia de un Adversario de los designios de Dios, sin pronunciarse por ello acerca de su naturaleza. Estas especulaciones no son objeto de definiciones conciliares. En 1215, el Concilio de Letrán se enfrentó con los herejes cátaros por haber recordado que los ángeles son seres creados por Dios, aunque soslayó la especificación de su naturaleza. Recién en la encíclica Humani generis de 1950, encontramos la afirmación de que el diablo es una criatura personal, sin precisiones sobre el concepto de persona. Finalmente, para evitar el error gnóstico, Pablo VI sitúa la cuestión del diablo como “la interpretación cristiana del mal” 3.
Sobre la base de esta recomendación, abordaremos el problema de la personalización del diablo recordando el misterio del mal, el único que permite considerar el problema de su representación. Intentaremos, luego, realizar un estudio crítico de los textos bíblicos a fin de comprender mejor por qué la existencia cristiana es un combate contra el Adversario, sin que ello implique personalizarlo como individuo. Para terminar, a partir de una comprensión más profunda del concepto de persona, propondremos una hipótesis que explique este drama.
Frente al misterio del mal
Inútil recordar que “el mundo anda mal” no sólo a causa de las enfermedades, las catástrofes naturales y la muerte siempre amenazadora, sino también debido a los odios, las guerras y las injusticias. No dejamos de aspirar a “un mundo mejor” y queremos contribuir a su realización, por lejana que ésta pueda parecer. La experiencia del sufrimiento ha llevado al hombre a la pregunta acuciante: “Si Dios es bueno, ¿por qué el mal?”.
Innumerables culturas antiguas pensaron que el mundo, obra de un Ser supremo, había sufrido los embates de un Adversario a quien identificaron de manera diversa: mago, serpiente poderosa, lobo de las praderas… Algunos concibieron espíritus malvados encargados de hacer el mal; otros, erigieron en teoría estas representaciones difusas: es el caso de Irán, al instalar al lado del Dios bueno un dios del mal, o del platonismo que estima que la materia que conforma al mundo visible es malvada en sí misma y que el hombre es su prisionero.
A diferencia de Irán, donde se propagó la creencia de que junto al Dios bueno existe también un dios del mal, la fe judía, expresada en el Antiguo Testamento, rechaza todo dualismo ontológico y afirma la presencia de un Dios único, infinitamente justo y bueno, al tiempo que excluye la dicotomía entre la materia y el espíritu: el cuerpo es un don del Creador.
En principio, Israel interpretó la desgracia como una sanción divina provocada por los pecados de los hombres. Así, el Diluvio aspira a que la humanidad toda recomience una nueva justicia de la mano de Noé; así también, durante el exilio en Babilonia, la prueba que enfrenta el pueblo elegido se atribuye al olvido de la Alianza. Es importante notar que la sanción divina, lejos de revestir un carácter definitivo, tiene como objetivo que Israel tome conciencia de sus pecados para seguir viviendo. Todo sucede entre Dios y los hombres, sin necesidad de intervención de fuerzas malignas acechantes.
Al destacar que el pecado es la causa de la desdicha, Israel planteaba un grave problema sobre el origen del pecado. ¿Este origen podría estar en el hombre pecador que habría transmitido la desdicha a sus hijos? Por la voz del profeta Ezequiel, la idea de la culpa colectiva queda exorcizada: “Los padres comieron uva verde, y los hijos sufren la dentera” (Ez 18,2). Y sin embargo, ésta siguió manifestándose aun en tiempos de Jesús, cuando se vuelve a plantear la cuestión con un ciego de nacimiento: “Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn 9,2) Este comportamiento es muy humano cuando, por ejemplo, uno se pregunta frente al dolor: “¿Qué le habré hecho yo al buen Dios para que me trate de este modo?”. Al poner en el pecado la responsabilidad del mal, uno podría culpar a Dios de la desdicha acaecida.
Para evitar este funesto dilema, Israel recurrió a la intervención de un tercer personaje. El relato del Génesis disculpa por el pecado original tanto a Dios como a Adán, haciendo recaer la culpa sobre una criatura de este mundo –la serpiente– en su papel de tentadora. La tentación es así entendida como una puesta a prueba de la libertad. En el Antiguo Testamento no se vuelve a mencionar a la serpiente hasta Sab 2,24: “Por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo”. Y habrá que esperar hasta el Apocalipsis para que aparezca una identificación completa entre el diablo y la serpiente: “Y así fue precipitado el enorme Dragón, la antigua Serpiente, llamada Diablo o Satanás, seductor del mundo entero” (Ap 12,9).
Frente al mal, ¿acaso propuso Israel una explicación satisfactoria? El Libro de Job plantea con claridad el problema sin por ello resolverlo. Job es víctima de todos los males posibles; sus “amigos” quieren hacerle confesar el pecado que dio origen a todos sus pesares. Pero Job se niega a reconocer un pecado del que no se siente culpable, prefiere guardar silencio. Dios proclama su justicia demostrando que este problema es, en realidad, un “misterio” que está fuera del alcance de nuestro raciocinio 4. Frente al misterio del mal admitimos que existe un Adversario pero no podemos caracterizarlo: no es Dios, tampoco es el hombre. Volvamos entonces a las Escrituras para saber más sobre este personaje.
El Adversario
Entre los múltiples nombres conferidos al Adversario detengámonos en dos. El término griego “diablo” deriva de un verbo que significa “arrojar a un lado y al otro, dividir, acusar, calumniar”. En la Biblia griega, la mayoría de las veces, se lo usa para traducir la palabra hebrea Satanás, cuyo sentido ha sufrido una profunda evolución: en un principio no designaba a un personaje maléfico, se trataba simplemente de un “adversario” humano que YHWH (Yahvé) hace aparecer ante Salomón (1 Rey 11,14 y 23) o a los judíos por intermedio del enviado del rey Antíoco (1 Mac 1,36). En la historia de Job se convierte en un miembro de la corte divina que recorre la tierra y sospecha de la legitimidad de la conducta del justo Job. Por último, desempeña el papel del “acusador” (Zac 3,1; Sal 109,6).
El término Satanás aparece una única vez como nombre propio; al volver a escribir un episodio ya relatado dos o tres siglos antes, el cronista le atribuye a él, y ya no a Dios, la incitación a David de censar el pueblo, empresa considerada pecaminosa (1 Crón 21,1; cfr. 2 Sam 24,1). A Satanás le corresponde la tarea de eximir a Dios de una acción malvada. Esta mención no se repitió en los siguientes libros de la Biblia judía.
¿Cómo puede ser entonces que Satanás desempeñe un papel protagónico en el Nuevo Testamento? En los escritos intertestamentarios 5 comenzó a afirmarse una doctrina sobre el Diablo, poder sin rostro que se manifiesta a través de sus consecuencias. Según un texto de laRegla de la comunidad de Qumrán, por ejemplo, “un Espíritu [o Ángel] de las tinieblas” fue creado por Dios junto con un “Espíritu de la luz” (1 QS III, 18-25); también aparece con el nombre de Belial, término que emplea Pablo para designar a Satanás (2 Cor 6,15). La influencia del dualismo de tipo iraní es evidente. Sin embargo, este personaje oscuro no tiene rango divino pero sí el poder de hacer desviar a los hombres, a quienes, como decía el texto de la sabiduría, envidia (Sab 2,24). Esta manera de hablar sobre el diablo se tornó habitual en el judaísmo del primer siglo.
En el Nuevo Testamento, Satanás adquiere toda su estatura de Adversario de los hombres y de Dios. La tarea de acometer a todo el que aparezca queda relegada a los demonios subalternos; y el texto concentra sus ataques contra la realización del proyecto de Dios que se está llevando a cabo a través de la misión confiada a Jesús. En los evangelios y en las epístolas paulinas, la acción atribuida a Satanás queda focalizada en contra de Jesús y de los discípulos encargados de proclamar su mensaje.
Los tres primeros evangelios
De entrada, el tema se plantea con la escena de la tentación de Jesús en la que el diablo aparece en persona. Al filo de su vida pública, “el Espíritu lo llevó [a Jesús] al desierto (…) y fue tentado por Satanás” (Mc 1,12). La sobria afirmación de Marcos es ampliada por Mateo y Lucas en una escena triple. Jesús resiste a las sucesivas propuestas de Satanás: transformar las piedras en pan para calmar su hambre, tirarse desde lo alto del Templo para poner a Dios a prueba, recibir de Satanás los reinos de este mundo. Esta escena no refiere un acontecimiento concreto, sino que representa en forma abreviada las tentaciones sufridas por Jesús que no provenían en modo alguno de Satanás, sino de sus contemporáneos. Jesús es el verdadero Israel, de una fidelidad absoluta.
Libre frente al poder del mal, Jesús mismo manifiesta su obra liberadora por medio de acciones sorprendentes, milagros de curaciones y exorcismos. Estos relatos podrían reflejar antiguas creencias que atribuían las enfermedades a los demonios; el epiléptico, por ejemplo, es víctima de un demonio (Mt 17, 18-20). Los milagros simbolizan la vida integralmente devuelta al hombre. La victoria de Jesús sobre las fuerzas adversas que oprimen a los seres, se manifiesta directamente a través de los exorcismos. Así lo explicitan las tres parábolas que la exégesis juzga como provenientes del propio Jesús de Nazareth. Por lo tanto, cuando los escribas lo acusan de practicar sus exorcismos en connivencia con el jefe de los demonios, Jesús responde: “¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás? Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir” (Mc 3,23).
Al proclamar “el reino de Dios está aquí”, Jesús sabe que está en un combate contra Satanás. Es Dios quien actúa a través de su Enviado: ha comenzado un tiempo nuevo y la salvación está presente. Jesús también se sabe vencedor, como lo dice la parábola siguiente: “Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes” (Lc 11,20). La misma convicción es reafirmada cuando, a los discípulos que regresan jubilosos por haber echado a los demonios, Jesús les dice: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10,18). La victoria de Jesús sobre Satanás quedó demostrada no sólo por los milagros y exorcismos llevados a cabo por Jesús, sino también por la transformación de aquellos que, a través de él, son perdonados: su corazón se ve profundamente renovado como lo sugiere, por ejemplo, el episodio de la mujer pecadora (Lc 7,36-49; cfr. 8,2).
Para Jesús, Satanás ¿existía como una persona o era la señal del Mal que separa al hombre de Dios? Para responder a esta pregunta, primeramente hay que distinguir la afirmación del supuesto. Así pues, cuando Jesús habla de Jonás (Mt 12,39-42), no dice nada sobre su existencia sino que solamente muestra el alcance de su prédica. Asimismo, cuando Pedro se opone al anuncio de que el Mesías debe pasar por la muerte, Jesús exclama: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8,33 = Mt16, 23). Sin ser Satanás en persona, Pedro había hablado como “adversario” del designio de Dios, poniéndose así en el lugar del tentador. Salvo para Lucas, que ignora el episodio, Pedro actúa como un servidor de Satanás. Esto significa, no que Satanás sea una persona sino que actúa aquí en la tierra y, en estas circunstancias, a través de la persona de Pedro.
El cuarto evangelio
Juan aporta un mensaje capital a la tradición evangélica. Al dejar de lado la acción exorcista de Jesús que enfrenta a una multitud de pequeños demonios, desvía la atención del lector hacia el combate contra el Adversario del designio de Dios, contra Satanás, mencionado por única vez, cuando entra en Judas que va a entregar a Jesús (Jn 13,27).
Normalmente es el diablo el que aparece en acción, “desde el comienzo él fue homicida y no tiene nada que ver con la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando miente, habla conforme a lo que es, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44). Aquellos que rechazan la luz y buscan la muerte de Jesús son “hijos del demonio”; Judas mismo es designado simplemente como “demonio” (6,70). Aparentemente, el diablo gana la partida. En realidad, llega la hora en la que “será arrojado fuera” (12, 31); efectivamente, dice Jesús: “él nada puede hacer contra mí” (14,30); ha sido desposeído. La acción del “Príncipe de este mundo” ciertamente seguirá sintiéndose, pero dejará de ser todopoderosa frente a los hombres ya que el “Paráclito” establecerá la “culpabilidad del mundo” en el corazón de los creyentes. Así es como el Adversario aparece, en nuestros días, con un nombre metafórico: “Príncipe de este mundo”, aquel que está a la cabeza de un mundo incrédulo: es el mundo mismo en la visión de Juan.
La visión de Pablo
San Pablo menciona varias veces a Satanás en su papel de Adversario del designio de Dios y más específicamente de la acción apostólica. Según una concepción judía, inspirada en mitologías orientales, Pablo habla también de “Poderes cósmicos” (Principados, Dominaciones, Tronos…) que ejercen de diversas maneras su ascendiente sobre el mundo. Al estar pervertidos, estos poderes siguen ignorando la victoria de Cristo, de manera tal que los creyentes deben seguir luchando contra ellos. Estas menciones, por demás extrañas para nosotros, no desempeñan un papel importante en las enseñanzas morales de Pablo sino que provienen, sin duda, de la necesidad que tiene el hombre (en África, por ejemplo) de poblar el mundo intermedio de seres que reduzcan la distancia que separa a Dios de su criatura. Nada nos obliga a verlos como personajes, del mismo modo que hoy ya no creemos que los ángeles serían los responsables de velar por la buena marcha de los astros.
Por el contrario, Pablo introduce en la descripción del combate espiritual a un ser que, en cierto modo, toma el lugar de Satanás: el Pecado, que no debe ser identificado con cualquier acto individual del hombre. Se trataría de un poder dotado de verdadera autonomía: entró en el mundo (Rom 5,12) y en él permanece, valiéndose de la Ley “me sedujo y me causó la muerte” (Rom 7,9-11). Esta es la personificación del Pecado, un poder que actúa en el mundo. A los ojos de Pablo, los pecados de los hombres se deben al Pecado. La descripción que Pablo hace de él culmina en la muerte (Rom 7), pero queda inmediatamente compensada por la descripción de la Gracia actuante a través del Espíritu Santo (Rom 8). El combate que describe Pablo, entre la carne y el espíritu, materializa el combate misterioso que la Gracia libra contra el Pecado, el que Jesucristo libra contra Satanás.
Este rápido panorama del Nuevo Testamento manifiesta una verdadera evolución del lenguaje que se esfuerza por presentar la acción de un ser invisible al que denomina Satanás. En resumen, el lenguaje pasa de representaciones de tipo mítico a expresiones que traspasan el sentido de los términos por medio de la metáfora. El imaginario de los contemporáneos de Jesús va a sustituirse por la interpretación metafórica de la acción real del diablo.
El combate cristiano
Según la Biblia, el creyente que se encuentra en la condición de combatiente por designio de Dios desea conocer a su Adversario.
Espontáneamente, al inspirarnos en los relatos evangélicos, vemos a Satanás vencido por Jesús y que retorna. Aun cuando escape a toda definición y siga siendo inasible, la imaginación ha fabricado un ser horrible, atribuyéndole la inspiración de todos los crímenes y cuya suprema astucia consiste en hacer creer que no existe. Algunos hombres de Dios creen haberlo escuchado durante un exorcismo y consideran conocer mejor su táctica; pero son muchos los escépticos a este respecto.
Algunos santos habrían sido víctimas de maleficios de orden demoníaco, al punto tal que el fuego mismo incendiaba sus muebles, como en el caso del Cura de Ars. Por desgracia, nadie pudo probar el origen puramente diabólico de los incendios. Si bien es cierto que los testigos de estos fenómenos pueden conservar y sostener una verdadera creencia en la actividad de los demonios, nunca lograrán convencer de manera objetiva a sus hermanos escépticos.
Sin embargo, es evidente que Jesús sabía que estaba en una lucha abierta con Satanás. Los Padres del desierto también sintieron la malicia del jefe de los demonios. Por último, mis investigaciones me han llevado a reconocer que Francisco Javier pasó por esta experiencia 6. El cura de Santo Tomé de Meliapur, cerca de Madrás, relata que en la víspera de su partida, en 1545, Francisco, a quien alojaba, luchó toda la noche contra Satanás. Aun si este testimonio puede ser considerado como el resultado de una credulidad ingenua, es cierto que, a partir de esa noche, Javier comenzó a atribuir a Satanás todas las contrariedades que le acaecieron durante su último periplo por el Lejano Oriente.
A partir de estos testimonios –Jesús, los Padres del desierto, Javier– se podría establecer un criterio para certificar la atribución de ciertas experiencias: el hombre está solo (abandonado, sin auxilio) y se apresta a cumplir una función capital en el advenimiento del reino de Dios; son estos seres excepcionales los que concitan el interés del Adversario.
No obstante, estas experiencias no son muy frecuentes y no hacen más que reafirmar la realidad del combate. Descreo que esta línea de investigación sea fecunda: es imposible identificar a Satanás con una persona determinada. Al respecto, el teólogo Joseph Ratzinger arriesgó una propuesta interesante. Afirma que el diablo no es una persona en relación con otras, puesto que se trata por excelencia de un ser “despersonalizado”: es más bien, una no-persona (eine Un-person). En este mismo sentido, Edouard Pousset busca una mayor precisión al afirmar: “Nos equivocamos al preguntarnos si Satanás es una persona; y nos equivocamos también si respondemos que, ciertamente, no es un ser personal. Es un ser que no se sostiene en sí mismo porque es el acto de decir no lo que destruye todo y también a sí mismo. Como un enajenado que se afirmara matando a todo el mundo si pudiera y que terminara por matarse a sí mismo 7. Aseverar que el diablo es una no-persona o negarse a tomar partido a favor o en contra de la realidad personal significa declarar que no sabemos nada al respecto. Sigamos llamándolo Satanás o diablo, si eso nos ayuda a sentirlo más presente, pero cuidémonos de eximirnos de culpa convirtiéndonos en espectadores del drama. Es preferible seguir las huellas de Juan o de Pablo.
El camino de la metáfora
Juan Pablo II va a trazar un camino más seguro: sin decirlo abiertamente, presupone una concepción auténtica de la persona, no sólo un individuo consciente, sino también un ser partícipe de una sociedad 8. Según Juan Pablo II, además del pecado personal existe la realidad de un pecado social: no es simplemente que la sociedad misma sea a menudo culpable de cometer pecados, sino que todo pecado personal tiene “una repercusión sobre toda la comunidad eclesiástica y sobre toda la familia humana” 9. Esta dimensión social del pecado puede permitirnos una mejor comprensión de Satanás.
La Biblia emplea con frecuencia el camino de la metáfora. Comenzando por el relato del Génesis, que presenta al Tentador bajo la apariencia de un ser del mundo concreto que no tiene nada de espiritual, “el más astuto de todos los animales de la naturaleza creados por YHWH”, la serpiente es una metáfora del Adversario de Dios y de los hombres. Que sea un ángel de la corte celestial o el príncipe de los demonios, siempre estamos empleando un lenguaje metafórico.
Juan el Evangelista conoce bien al Satanás que lucha con Jesús de Nazareth, pero, cuando anuncia la presencia del Adversario en combate con sus discípulos después de su partida, lo designa por medio de una metáfora: el “Príncipe de este mundo” o, también, el “mundo” en el sentido negativo que frecuentemente le atribuye 10. El proceso de Jesús se continúa hoy en día con los discípulos que reciben la ayuda del Paráclito que, “cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado” (Jn 16,8); y Jesús puede afirmar: “tengan valor: yo he vencido al mundo” (16,33).
San Pablo nos propone otra metáfora: el Pecado interviene en nuestra historia como un ser que quiere modificar la situación. Es el origen de la muerte que nos afecta y provoca en nosotros las acciones que llamamos “pecados”. Entonces, ¿qué es este ser que actúa en nosotros? ¿Acaso no sería el Pecado la máscara de Satanás, fuente de todo mal? Desde ese momento, Satanás ya no es más un “ser” exterior a nosotros mismos puesto que el Pecado habita en nosotros; veamos qué dice Pablo en sus profundas reflexiones, difíciles de comprender: “Porque sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí” (Rom 7,18-20). Este combate culmina con una victoria tajante puesto que Jesús venció al Pecado. De hecho, también el Espíritu Santo habita en nosotros, coronando el misterio de nuestra existencia cristiana: “Pero ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes” (Rom 8,9). La lucha contra Satanás no es simplemente una lucha contra un ser que está fuera de nosotros, sino que se convierte, en nuestro interior, en el combate del Espíritu contra el Pecado, es decir, el combate del espíritu contra la carne. Este combate tiene lugar, incluso, en la comunidad de todos aquellos que han recibido al Espíritu.
Es así como la hipótesis de un Ángel caído que viene a corromper la naturaleza humana ya no tiene sentido; nos encontramos frente a nosotros mismos y al mundo en el que estamos. En estas condiciones estamos protegidos de toda ilusión respecto del pecado original. Pero sigue vigente un problema: hemos hecho que la existencia del Adversario sea plausible y concreta. Y una duda nos obsesiona: ¿de dónde viene este Adversario?
¿Cuál es el origen del “misterio de la iniquidad” (2 Tes 2,6-12) que acechará a la humanidad hasta el último día? Para contestar a esta pregunta propongo una hipótesis sustentada en los datos de la Tradición. Según el relato de la creación de Adán, “El Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). El hombre es un ser viviente debido al aliento divino que le fue concedido y no porque poseería un “alma”: si prospera en la vida se debe a la relación entre el polvo y Dios, relación que no desaparece en un acto pasado sino que constituye el presente de su ser. Esta noble condición divina justifica las palabras de Pascal: “el hombre supera infinitamente al hombre”; y caracteriza la tarea que le ha sido confiada: expresar al Dios que está presente en su interior. De hecho, según los Padres de la Iglesia, el proyecto divino es hacer que el no-Dios se convierta en Dios. Para poder realizar este proyecto el hombre debe reconocer que, en esta búsqueda de Dios, debe negarse a sí mismo; de hecho, esta condición contradice inmediatamente a su propio deseo fundamental: ubicarse en el ser. Recordemos lo que Jesús repite una y otra vez: “hay que negarse a sí mismo 11. Esta es la invitación formal de Dios.
Pero el hombre se niega a ir en contra de su propio ser. La invitación divina le parece paradójica. Por supuesto que Dios no es la causa del pecado del hombre, es la ocasióninmediata del pecado. El pecado entraría en la creación misma. ¿Podemos conformarnos con esta explicación? Un Dios semejante parecería autorizar el pecado con el propósito de un bien real. ¿No se convertiría así al pecado en un medio para hacer el bien? Propuesta insostenible evidentemente. Es así como el proyecto de Dios no culmina con la creación sino con la encarnación. Dios no se conforma con decir lo que hay que hacer, lo hace él mismo. Dios deviene hombre; deviene, incluso, según San Pablo, Pecado: “A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado a favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por él” (2 Cor 5,21).
Al morir en la cruz, Jesús se negó a sí mismo, cumpliendo el proyecto divino: “Por eso, Dios lo exaltó (…) para que toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: Jesucristo es el Señor “ (Flp 2,9-11). Se convierte en el nuevo Adán, príncipe y jefe de una nueva humanidad; a partir de entonces, todos los hombres van a expresar a Dios mismo en Jesús. El misterio de la cruz no aporta una explicación racional del misterio de la iniquidad: por el contrario, invita a morir ante cualquier racionalización del misterio.
Le corresponde al creyente manifestar el valor de las distintas metáforas que lo llevan a materializar el combate contra el Adversario: “No amen al mundo ni las cosas mundanas. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, codicia de los ojos y ostentación de riqueza. Todo esto no viene del Padre sino del mundo “ (1 Jn 2,15-16). Pablo, por su parte, deduce el comportamiento que debe tener aquel que ha “muerto en Pecado”: “No permitan que el pecado reine en sus cuerpos mortales, obedeciendo a sus bajos deseos” (Rom 6,12)
Comentario final
Al cabo de nuestra investigación no creemos haber resuelto el problema del mal, pero sí haber dado mayor precisión al lenguaje mediante el cual podemos reconocer el misterio del mal que obra en el mundo. En el lenguaje clásico, el Adversario aparece personalizado como un ser espiritual que pertenece a la categoría de los ángeles, una representación que ayuda a realizar su presencia concreta y eficaz, pero que lleva a atribuir a este ángel la responsabilidad del mal. Según nuestro lenguaje, hemos presentado al adversario como un ser caracterizado por su dimensión colectiva; su accionar no está limitado a los casos extraordinarios, sino que actúa en lo cotidiano.
Entre estos dos lenguajes no hay lugar a elección. El primero sigue siendo válido, e incluso necesario en ciertos casos, cuando el Adversario se manifiesta particularmente en contra del designio de Dios. Pero es el segundo el que materializa su acción concreta en la vida cotidiana. Es verdad que corre el riesgo de ser confundido con la experiencia del mal en el mundo cuando, en realidad, “proviene” de un afuera, que transforma el problema del mal en un “misterio” que sólo encuentra sentido en la cruz de Cristo.
Una imagen puede facilitar la aceptación de la presencia del Adversario. Imaginemos una rueda que, una vez puesta en movimiento, gira en falso. Los hombres que la echaron a andar ya no controlan su marcha: como decimos a veces, “gira enloquecida”. La rueda representa el pecado cuyo movimiento viene del hombre y cuyo “giro enloquecido” indica que va creciendo.
Por otro lado, el diablo no se identifica para nada con mis tendencias malvadas ni con la suma de todos los males que nos aquejan. El pecado que me habita, como el Mundo (en el sentido de Juan) en el que habito, es un “afuera” de mí mismo. Estoy invitado a no disculpar mis pecados atribuyéndoselos a Satanás, ya que soy cómplice de la existencia de esta comunidad en el mal, al mismo tiempo que soy su víctima. Soy yo quien, al pecar, engendro y mantengo viva esta realidad que se podría calificar de “comunión en el pecado” por oposición a la “comunión de todos los santos”. Pero, como el pecado es, esencialmente, división, sería mejor denominarla “la banda de los pecadores”.
Estoy enfrentado conmigo mismo pecador y dotado de gracia, a la vez. El combate, iniciado y transformado en victoria por Jesús y por el Padre, se convierte en nuestro propio combate; animado por el Espíritu Santo que Jesús (que está vivo) no cesa de entregarnos. San Pablo habla del “espíritu” por oposición a “la carne”, que no son dos realidades sustanciales sino dos fuerzas que actúan en el hombre. El espíritu es el Espíritu Santo materializado en mí, mientras que la carne es el Pecado materializado en mí. El combate entre el espíritu y el Adversario se negocia en la lucha entre ambos espíritus. San Ignacio de Loyola lo recalcó en la meditación deLas dos banderas 12 cuando, con un lenguaje ingenuo, muestra al Caudillo que envía a sus demonios menores a contrarrestar el designio que persigue el Capo para mayor gloria de Dios. Se muestra, así, como heredero de la gran tradición eclesiástica de los dos Reinos.
Debido a la dimensión colectiva que reviste el combate entre el bien y el mal, las “plegarias de liberación” encuentran su verdadero sentido: un grupo de cristianos trata, a través de la plegaria, de entrar en comunión con una persona que se cree prisionera del mundo del mal, víctima de la banda de pecadores. El combate no se libra entre dos individuos sino entre “la comunión de todos los santos” (el grupo de oración) y la banda de pecadores.
El lenguaje con el que nos expresamos puede variar según las épocas. Algunos siguen hablando del diablo como si fuera un individuo nefasto, otros consideran que personifica el Mal universal. ¡Qué importa! Lo esencial para el cristiano es que Jesús lo derrotó; aun si el Príncipe de este mundo, el Pecado, sigue actuando y de diversas maneras, la victoria está sin embargo asegurada 13.
Texto de Études, París, marzo de 2002.
Traducción: CETI - Victoria Massa y Nilda Venticinque.
1. R. Muchembled, Histoire du Diable, Seuil, 2000.
2. R. Bultmann, L’Interprétation du Nouveau Testament, (tr. fr.). [La interpretación del Nuevo Testamento] Aubier, 1955, p. 143.
3. Audiencia General del 15 de noviembre de 1972. La Documentation Catholique. 1972, pp. 1053-1055.
4. Entre la copiosa bibliografía sobre El Libro de Job, recomendamos la obra de J. Eisenberg y E. Weisel, Job ou Dieu dans la tempête [Job o Dios en la tempestad], Fayard/Verdier, 1986, aún cuando no pueda proponer la respuesta cristiana, es decir que, ante los excesos del mal solo responde el exceso de amor manifestado en la muerte.
5. Los Écrits intertestamentaires [Escritos intertestamentarios] publicados por Gallimard en 1957, reúnen textos judíos que datan de los dos siglos anteriores al nacimiento de Cristo y del primer siglo D.C. A estos escritos se ha incorporado una serie de textos provenientes del monasterio de Qumrán.
6. Me permito remitirlos a mi obra Saint François Xavier. Itinéraire mystique de l’Apôtre[San Francisco Javier. Itinerario místico del apóstol] (nueva edición), Desclée De Brouwer, Colección Christus, nº 86, 1997.
7. En G. Gilson y B. Sesboüé, Parole de foi, paroles d’Église [Palabra de fe, palabra de la Iglesia], Droguet-Ardant, 1991, 211.
8. G. Fessard lo expuso juiciosamente en Pax nostra, Grasset, 1936, pp. 39-45.
9. Exhortación apostólica post-sinodal, Reconciliatio et paenitentia, del 2/12/1984: La Documentation catholique [La documentación católica], 1985, pp. 1-31.
10. En Juan el «mundo» puede designar el género humano que Dios crea y ama (1,10: 3,16-17), y también a los hombres que se oponen a la luz divina (14,17; 15,18; 16,8-33)
11. La condición básica para seguir a Jesús es la de proclamar que dependemos de Él (Mt.16,24); dicha condición se expresa con el mismo verbo empleado para describir la negación de Pedro cuando este niega conocer a Jesús (16,70)
12. En los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, la meditación de Las dos banderas presenta el combate entre el Cristo glorioso (el Jefe, el Capo) contra el líder que responde al nombre de Satanás y que Ignacio llama el «pequeño jefe» (el Caudillo); ante esta contemplación, la persona que realiza el retiro espiritual debe optar para responder a lo que el Señor espera de él.
13. El lector que desee profundizar y considerar otros aspectos de nuestro ensayo se beneficiará con la lectura del estudio de A. Ganocey, «La métaphore diabolique» [La metáfora diabólica] en: Recherches de Science Religieuse [Investigaciones de Ciencia Religiosa] 89 (2001), pp. 511-525. Estas páginas, que acaban de ser publicadas, precisan lo que entendemos por «metáfora» y muestran claramente que la metáfora «diablo» da cuenta del misterio del Mal, «realidad que nos es ‘externa’ al tiempo que es ‘interna’, que nos acompaña en nuestra historia presente sin que nuestra razón pueda nunca clasificarla».
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